Tengo que compartir algo que me llena… sí, suena manido y hasta cómico, pero no hay otras dos palabras que lo definan mejor: orgullo y satisfacción. Ver a mi hijo de año y medio aplaudir cuando mastica algo rico, le dan una sorpresa o aparece alguien a quien quiere, es muy satisfactorio y me siento complacida porque no es algo azaroso. Desde que Carlos era un bebé, le enseñé a aplaudir por las cosas cotidianas, para que sepa que hay que agradecer un beso, una comida placentera, la llegada de un ser querido… y así se lo ha ido asumiendo su pequeña cabecita y ahora es él quien me sorprende a mí aplaudiendo por todo. Ver a un mico tan feliz por cosas que damos por hecho es alegría y plenitud. Justo lo que pretendemos en su educación desde el principio: que aprenda a valorar los regalos que nos ofrece la vida. Que somos afortunados por haber tenido la suerte de nacer en un lugar en el que la supervivencia está garantizada. Que hay muchísimos niños que no tienen esa fortuna y que ni siquiera tienen la oportunidad de llegar a la edad adulta. Por eso hay que agradecer y saborear los privilegios con los que contamos, en los que, por ser tan cotidianos, a veces ni reparamos. Y de pronto, hoy viendo a mi hijo aplaudir, me acordé de aquel anuncio argentino que traspasó fronteras y que decía: “un aplauso para el que pagó el gimnasio y además, fue… a la que no espera que un hombre la llame, sino que ella llama y le invita a salir…” ¿os acordáis? Acababa contagiando un subidón de entusiasmo y poniendo a todo el mundo en pie, aplaudiendo a todos los que se atreven en la vida. “La vida es como te la tomás”, acababa diciendo. Ocho años han pasado sin que volviese a recordarlo hasta hoy, gracias a mi pequeño, que comienza a revelar pequeños indicios de que quizá se tome la vida con ilusión y agradecimiento. Algo que se educa y se aprende, porque no es lo que ves, sino el color de las gafas con las que miras, lo que hace más atractivo y esperanzador el mundo. Así que ¡date un aplauso!
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