Imposible no acordarnos en este día de temido y temible Herodes, y de los inocentes niños degollados. Tampoco olvidamos todas esas vidas truncadas o malogradas en nombre de la ira, el odio, la intolerancia, o por diferentes ideologías, justificadas incluso por los preceptos de una religión. Difícil no maldecir a los culpables en éste, el día de los inocentes. Pero más que eso, que solo nos llenaría de inquietud y malestar, creo que es un buen día para, además de caer en alguna que otra inocentada, reflexionar acerca de la inocencia. Solemos asociar la inocencia con la bondad, sobre todo si usamos su sinónimo “candidez”, y la astucia con la perversidad. Por eso dicen que el corazón debe ser toda la vida ingenuo, abierto siempre a la compasión y la clemencia, mientras que la mente si es pícara, mejor. En cualquier caso es preciso mantener la inocencia propia de tan tierna edad, porque tiene la fuerza de los placebos. Hay quien piensa que creer que todo el mundo es bueno, es darte de bruces con la realidad, sin embargo, vivir en esa positiva creencia, te da confianza y tranquilidad, que se traduce en actitudes positivas y humanitarias, que suelen atraer también gente buena. Así confirmas tu creencia y, aunque esto no ocurriera, pensar bien, convierte al menos tu vida en un proyecto ilusionante. Por eso nunca entendí la frase: “es tan bueno que es tonto”, incluso en Argentina existe una palabra para denominar a esos amables y bonachones de quienes muchos abusan porque no saben que bondad es grandeza: “buenudos”, que viene de unir bueno y boludo. Sí, cierto que hoy hemos de andar con mil ojos, potenciar la picardía y no confiar en nadie, pero no nos avergoncemos de la inocencia, porque como dijo el creador del inolvidable Tom Sawyer, Mark Twain, el 28 de diciembre nos recuerda lo que somos durante los 364 días del año. Ojala sea así y sepamos mantener esa ingenuidad que, en su justa medida, mejora nuestra vida. Y que nunca interrumpamos la bonita edad de la inocencia.
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