¿Cuánta gente ha encontrado un sentido a su vida dedicándosela a los demás? ¿Cuántas veces un detalle sencillo ha significado tanto en la vida de otro? ¿Cuántas personas siguen vivas gracias a la grandeza de quienes donaron su sangre e incluso sus órganos? ¿En cuántas ocasiones alguien te contagió su sonrisa o alivianó tu corazón con una idea o un pensamiento que no eras capaz de ver? Todos estos actos tienen un común denominador, más abundante por suerte de lo que pensamos, y más fructífero de lo que creemos: la generosidad. A veces no somos conscientes de cuánto podemos ayudar ni de todo lo que está en nuestra mano para hacerlo, pero nunca es demasiado tarde para ser consciente de que, como decía Tolstoi: “No hay más que una manera de ser feliz: vivir para los demás”. Somos servidores, o una definición que lo expresa mejor: somos instrumentos de amor. Y en el amor, como en lo realmente importante, cuanto más das, más recibes. Como dice mi amigo Cipri, la vida se reduce a dar sin esperar; recibir y recordar. La generosidad, junto a la benevolencia, la lealtad y el respeto, son imprescindibles en las relaciones humanas.
El pensador chino Confucio, cuya filosofía se basa en la humanidad, decía: “Aquél que procura asegurar el bienestar ajeno, ya tiene asegurado el propio”. Y es que cuanto más contribuimos a que los demás sean felices, más satisfechos, seguros y por supuesto felices estamos. En el mundo, como en un grupo, el trabajo en equipo, potenciar sinergias y compartir, son pilares fundamentales.
Viene a mi mente una escena cómica de una generosidad exacerbada pero muy ilustrativa: dos bilbaínos discutían por pagar lo que España debía por la crisis. Hasta que uno de los dos, cansado de discutir, dice: “la siguiente ya veremos, pero esta crisis la pago yo, que es mi cumpleaños”. Caso chistoso y extravagante pero que refleja a la perfección que cuanto más felices estamos, más generosos somos. Y lo mejor es que ocurre exactamente lo mismo cuando invertimos el orden.